Ando estos días –¿y cuáles no?– sumergida en el Diccionario del español dominicano. No hay tarea como esta de hacer diccionarios.
Sin duda imprime carácter, que, como nos define el Diccionario de la lengua española, alude a ese conjunto de cualidades o circunstancias propias de una persona que la distingue, por su modo de ser u obrar, de las demás.
Quienes hacemos diccionarios tenemos una particular visión de la vida. Las palabras nos van contando al oído, a veces de buen grado, a veces de mala gana, sus secretos, sus miserias y sus grandezas.
Nuestra misión consiste en no dejar entrever en las páginas del diccionario ninguna de las nuestras, en hacernos invisibles.
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Palabras con historia
Si aprendemos del maestro de lexicógrafos Manuel Seco, debemos desterrar por completo esta mirada personal; con permiso del maestro, nuestra particular visión de la vida, aunque desterrada de las páginas del diccionario, es indispensable para que este llegue a puerto seguro.
Otro maestro, Gunther Haensch, nos enseñó que para hacer buenos diccionarios había que desplegar, y apuntaba, «cosa rara hoy en día», abnegación, idealismo y entusiasmo.
En la etimología de la palabra entusiasmo está la ‘inspiración divina’; sin embargo, no es cuestión de fe, como nos cuenta Andrea Marcolongo en sus Etimologías para sobrevivir al caos, sino de intensidad, de pasión por conseguirlo a toda costa, de dar lo mejor de nosotros mismos; como nos enseñó otra maestra, María Moliner, se trata de aspirar a la perfección, aunque nos quedemos lejos.
Llegué a la República Dominicana, a este «inverosímil archipiélago» en el que nos colocó Pedro Mir como solo un poeta sabe hacerlo, muy joven y muy ligera de equipaje.
Dejaba atrás mi Sevilla natal. Pocas ciudades dejan huella como la mía lo hace; al menos eso nos gusta pensar a los sevillanos. He vivido en Santo Domingo de Guzmán un poco más de treinta años.
Viajes y tornaviajes sobrevolando el Atlántico han reforzado mi identidad de dominicana marginal y también de forastera marginal en mi tierra natal.
La capacidad de maravilla que siempre ejercieron en mí las palabras de mi tierra se desbocó en el Caribe.
Y las palabras que para los dominicanos son comunes y corrientes, a veces denostadas, pronunciadas anónimamente en cualquier calle de Santiago de los Caballeros o en cualquier loma de Barahona o de Samaná, en un mercado a pie de calle en Manoguayabo, sobre la yola de un pescador o en la barra de un colmadón, para mí se convirtieron en una forma de vida que estrechó definitivamente los lazos que me unen a esta isla.
Y gracias a la pasión que he demostrado por sus palabras, y espero que gracias a alguna que otra cosilla más, siento que me he ganado el respeto y el aprecio de los dominicanos.
¿Qué más puede pedir una forastera marginal? ¿Qué más puede pedir quien solo se dedica a hacer diccionarios? ¿A qué más y a qué menos puede aspirar quien solo se dedica a hacer diccionarios desde una isla?