Subí las escaleras con un poco de miedo, ¡cuántos escalones tiene el palacio!, no los conté. El traje blanco me molestaba un poco y la corbata con los colores de la bandera me sofocaba.
Un montón de militares, todos en atención, vigilaban mi paso inseguro; a mi lado iba toda mi familia, no sé por qué se antojaron de venir todos. Mi esposa, sudorosa en su vestido diseñado por Jenny Polanco, no paraba de sonreír, mis nietas, con otras versiones de la misma diseñadora, luego mi abuela, ¿y de dónde salió mi abuela?, hace más de 40 años que asistí a su entierro, pero ahí estaba con su sonrisa plena al ver a su nieto en este momento; mi papá y mamá estaban un poco más alejados tomados de la mano, eran muy jóvenes, tan jóvenes que los confundí con unos amigos; de algún lugar salía una música celestial con ritmo folclórico, Fradique Lizardo los dirigía, y Nereyda, a quien quiero tanto, con una gracia impresionante, se pasaba bailando entre escalones.
Imponente la fachada del Palacio Nacional, toda adornada con palmas y globos. Algunos políticos de moda observaban con envidia el momento, cuatro curas, algunos uniformados, otros más solemnes, bendecían desde una tribuna especialmente diseñada para la iglesia con incienso que brotaba, no discretamente, sino con una fuerza de manguera inundando con su olor todo el espacio.
Desde el cielo, y no sé cómo, colgaban unas estrellas azules, rojas y blancas, todo muy confuso. En el fondo atisbé a ver a toda la gente de Casa de Teatro que aplaudía eufórica mi paso, llegué a ver a Domingo, el portero, vestido impecable con un traje de Hugo Boss; lo sé porque se le había olvidado quitarle la marca, detrás de él todos los demás que gritaban consignas que no venían al caso: “cultura, cultura y el pueblo será libre”, “cultura, cultura y el pueblo será libre.”
Aún no había ocupado mi sillón de presidente y ya las protestas de mi misma gente zumbaban en mis oídos. Una señora de pechos exageradamente grandes, tan grandes que dos amigos le ayudaban de lado y lado a cargarlos, se prestaba a dar el discurso donde formalmente me nombraban presidente del país. No sé por qué comencé a llorar, quise hacerle unas señas a mi ángel de la guarda que, distraídamente, miraba hacia un colmado donde vendían las cervezas más frías de la ciudad colonial.
Me sentía perdido y una sensación de soledad, de absurdo, de nostalgia de mi vida sencilla.
-Yo no quiero ser presidente -grité-, es mucha entrega, mucho sacrificio, ya estoy muy viejo.
Nadie prestó atención a mis aullidos.
-No quiero ser presidente, no sirvo para eso, no quiero ser presidente…
Mientras gritaba comencé a despojarme de toda la ropa, la corbata imposible de desatar, pero en pocos minutos, y sin que nadie pudiera evitarlo, me quedé en pelotas y para mi sorpresa todos empezaron a aplaudir.
En ese momento y muy sudado desperté gritando: «Yo no quiero ser presidente«.
Un vecino que escuchó mi grito, contestó: «Ojalá lo fueras y así me nombras, que llevo cuatro años sin trabajo».